jueves, 7 de julio de 2011

Cabo Roig

Mi abuelita vendió hace unos meses la casa de Cabo Roig. En su momento me alegré de la muerte porque mi pobre abuelita a sus años necesitaba el dinerito porque esta crisis asquerosa está arrasando sin piedad con todo lo que pilla, incluída mi pobre abuela. El caso es que los compradores querían la casa para tirarla y hacerla de nuevo. Y yo, que me caracterizo entre otras cosas por mirar siempre hacia delante y muy poquito hacia atrás, pensé en todo el dinerito que le iban a dar a mi abuelita por su casita y lo feliz que iba a vivir los 200 años que le quedan de vida y los viajecitos que se va a llevar pa´l cuerpo sin tener que pensar en cortarse un pelo en cuanto a cafetitos, gafas de sol de los chinos o souvenires para su bisnieta.

Hasta ahí bien.


Pero resulta que depronto un día me entra la melancolía, me acuerdo de que nunca más volveré a ver mi maravillosa casita en la playa, esa casa en la que vivían dos de mis personas favoritas en el mundo, y me he puesto a recordar cada pequeño rincón de ella, de esa casa que mis abuelos se hicieron a medida para ellos (cuando la gente normal con un solo sueldo podía coger, llamar a un arquitecto y hacerse una segunda vivienda en la playa a su gusto).

La casa de mis abuelitos era grande, muy grande, o al menos mucho más grande de lo que cuando yo era pequeña era una casa. A la entrada te recibía una preciosa y característica valla roja que era más bien simbólica, porque te la saltabas con la gorra, pero era muy bonita, y cuando le explicabas a alguien dónde estaba tu casa te decía "ah, ¿la de la valla roja?", y te hacía sentir especial.

Dentro de la valla roja te encontrabas dos enormes columnas repletas de una brillante hiedra (cuántas pelotas habré perdido yo en esa hiedra). A la derecha estaba la parte grande del jardín, donde había un sauce llorón pre-cio-so que mi madre siempre me contaba que cuando hicieron la casa cuando ella era pequeña el sauce era un plumerillo que no levantaba medio metro del suelo, y a la sombra del sauce había una mesa que tenía incorporado un tablero de ajedrez donde mi abuelito jugaba con sus amigos todas las tardes. Después de jugar me contaba que a Paco le fastidiaba perder y no se iba hasta que no ganaba y que Santiago hacía trampas, y a mí me encantaba que me lo contara todas las tardes porque me hacía reír profundamente que dos adultos pudieran ser tan infantiles.

A la izquierda de las dos columnas de hiedra estaba mi parte favorita de la casa: una barca de verdad que mi abuelito se había encontrado en la playa hacía mil años y que él mismo había llenado de flores. La barca era como un festival de colores y sus flores nunca se pochaban, estaban permanentemente preciosas. Por la noche mi abuelita ponía lo que él y yo llamábamos "los enanitos", unas lamparitas verdes chiquititas que hacían que la barca pareciera mágica por las noches.

Al frente de la entrada era donde guardábamos el coche, y mi abuelito pintó un mosaico con un retrato de una procesión de una virgen sevillana, La Blanca Paloma, e inmediatamente después estaba el porche, ese porche donde taaaantas horas he pasado, que estaba repletito de platos de barro también pintados por mi abuelito con dibujos de niñas jugando con un gato o bailando sevillanas (que según mi abuelito todas eran yo) y que son mi único recuerdo físico de mi casita de la playa porque fue lo que cogí cuando mi abuela me dijo que de lo que quedaba me llevara lo que quisiera.

Cuando entrabas en casa te encontrabas con el salón, y en él había un enorme cuadro de una señora muy antigua con un peinado un poco a lo princesa Leia, pero con una mirada muy penetrante, creo que era una bisabuela de mi abuela, o una abuela de mi tío, o una tatarabuela de mi mi vecina o algo así. A mí me inquietaba bastante, pero por alguna razón me hipnotizaba mirarlo.

Enfrente de la puerta de salida estaba la cocina, que tenía una despensa donde yo me metía a escondidas a comerme las cosas ricas que compraba mi abuela para cocinar. Avellanas, almendras, chocolate..., dudo mucho que ella no se enterara, la verdad.

A la derecha del comedor estaba el saloncito, el rinconcito de ver la tele con sus butacas donde tantas siestas he visto echarse a mi abuela. El salón tenía la única chimenea-no-empotrada-a-la-pared que he visto en mi vida con una enorme campana azul. Cuando la encendíamos (solo en Semana Santa, en verano si la encendías te daba una lipotimia) toda la parcela olía a pueblo, a madera quemada, un olor súper característico y súper acogedor que aún no he olvidado. Cuando mi abuelita ponía la chimenea significaba que nos íbamos a sentar todos juntos a su calorcito a ver cualquier cosa que echaran en la tele, y yo me imaginaba el tejado con su chimenea echando humo y me imaginaba un montón de señores con toda la cara manchada de negro bailando "¡Mary Poppins al compás...!" encima de mi tejado.



Arriba estaban las habitaciones. Después de recorrer una escalera llena de baldosas decoradas con dibujos de árboles y flores que había hecho mi abuelito, te encontrabas con la habitación que en su día fue de mi madre. Era donde yo dormía, y tenía un póster de un festival de cine con un dibujo de un montón de personajes de cine de ayer y hoy, y yo me entretenía reconociendo a todos, Charlot, King Kong, Groucho Marx, Pepito Grillo...

El siguiente cuarto era el de mi tío Eduardo. Era el más pequeño y el más oscuro porque tenía un árbol en toda la ventana, pero a mí me encantaba ese cuarto porque tenía un montón de fotos de mi tío con sus amigos, uno de esos murales que cada vez que te paras a mirarlo encuentras una foto que nunca habías visto. Aparte de las fotos, detrás de la puerta había un retrato a tamaño real de mi tío vestido de vaquero hecho, como no, por mi abuelito, y aunque ahora que lo pienso era bastante tétrico, a mí me gustaba, porque el disfraz de cowboy era una manera muy representativa de dibujar a mi tío Eduardo.

La última habitación del pasillo era la más grande, la más luminosa y la única que tenía dos ventanas, una a cada cara de la casa, y era (por supuesto) la de mi tío Joaquín. Tenía colgados unos posters del Museo del Prado, otro pósters con una muestra de los pájaros de la zona y un póster de la peli Único Testigo. Era el mejor cuarto, pero a mí siempre fue el que menos me gustó porque era el más serio. Como mi tío.


Al otro lado del pasillo estaba la zona de mis abuelos. Su cuarto tenía un dibujo precioso de un gallo que miraba al sol. También estaba su cuarto de baño, que para mí era lo más de lo más, no solo porque era todo rosa, si no porque estaba repleto a más no poder de cremas, pintalabios, pintauñas, collares y rulos, y yo, como soy hija de una madre que es lo menos cremas, pintalabios, pintauñas, collares y rulos que puede existir en el mundo, pues me fascinaba ducharme en ese baño y toquetear todos los botecitos o lavarme las manos con el jabón de mi abuelita, que olía a rosas, campos, flores, mares, océanos, perlas y diamantes, y no como el que había en mi triste y azul cuarto de baño, que olía a insípida pastilla de jabón.

Y al lado del cuarto de baño estaba la estancia que con más melancolía recuerdo, el despacho de mi abuelito, ese espacio lleno a rebosar de cosas, de libros, de hojas, de cuadernos..., un espacio que olía a tabaco y que tenía restos de ceniza por todos lados (cuando oler a tabaco no era algo tan grave como ahora). El despacho de mi abuelito estaba hecho un desastre de desordenado, pero era inmensamente acogedor. Rebosaba su esencia, y a mí de chiquitita me gustaba estar allí mientras él trabajaba. Mi abuelita siempre me decía que saliera de allí y dejara al abuelito trabajar tranquilo, pero él nunca me echó de su despacho, por alguna razón mi presencia no le molestaba, o sí le molestaba pero no le importaba, y yo lo sabía.


Mi abuelito le ponía pan mojado a los pajaritos todos los días para que comieran, y recuerdo cómo los dos echábamos a los gatos que osaban a acercarse a comerse el almuerzo de los pajaritos. También recuerdo a Tigrilla, una gata que se quedó a vivir con nosotros (cuando los gatos no eran aún mi criptonita), y de Romualda, una toruga que apareció un día en nuestro jardín y se pasaba las horas muertas mirando una esquina hasta que se cansaba y se iba a otra.


En aquella casa he pasado grandes momentos, muy muy grandes momentos. Dos de las grandes lecciones que aprendí en la vida y que todavía recuerdo como si fueran ayer me las dio mi abuela en aquella casa, y nunca podré agradecerles lo suficiente que me dieran la oportunidad de vivir mi infancia en aquella preciosa casa tan cargada de buenas energías y amor, sobre todo de amor.


Aquella casa ya no es nuestra, creo que ya nisiquiera existe (lo comprobaré en breve), y reconozco que, aunque me da pena, me alegro de que hoy en día ir de vacaciones a Cabo Roig sea un estado mental, como Blue Bayou, la canción de Roy Orbison, un sitio imaginario que te transmite paz a más no poder y donde sientes que todo va bien.

Tengo suerte, no creo que todo el mundo pueda decir que tiene un sitio imaginario donde va de vez en cuando a relajarse. O si lo tiene, al menos sé que el mío un día existió.

2 comentarios:

Alba Diethelm dijo...

Jo, has conseguido que me vengan un montón de recuerdos :_ )

Anónimo dijo...

Madre mía! Buscando en Internet la qué peli ponen esta noche en en cine de Cabo-Roig doy con tu relato !!! Conozco la casa perfectamente, he estado mil veces en ella! Eres la hija de Almudena !!!!!!! Se te sabien escribir, como a tu Abuelo. Tengo en casa algún libro suyo, dedicado naturalmente. Eduardo, Joaquin, tu abuela Carmen..... Como dices, a mi tb me da pena que ya no esté la Casa de la Valla Roja..... Bss. Bruno.

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